Patillal, un enigma que se oculta en su pradera y se discierne en sus cantos
“Patillal es como un universo pequeñito que tengo yo aquí,
donde están todas las recordaciones, el marco de nostalgias,
de las vivencias bonitas, de lo que quisiera volver a vivir.
Yo siempre estoy pensando en Patillal”:
José Alfonso ‘Chiche’ Maestre.
Es una respuesta buscada por muchas almas desde hace más de dos siglos, cuando a este territorio, históricamente lugar de tránsito de pueblo originarios, arribaron los colonizadores españoles y se encontraron con esta sabana amplia, exquisita y mágica que resultaba perfecta para el pastoreo del ‘ganado colonial’. Hasta ese momento la extensa pradera era un espacio de vegetación autónoma, que florecía sin importar qué tan intenso fuera el verano, pues así se lo permitía la fertilidad de sus suelos poblados de una riquísima variedad de fauna y flora, con árboles frutales que crecían libres y se extendían sin límites por la inmensidad.
Desde entonces, tercio final del siglo dieciocho, hasta ahora, primer tercio del siglo veintiuno, nadie ha logrado explicar cuál es el encanto que tiene Patillal, pero tampoco nadie ha podido soslayarlo. Cada aurora allí es una acuarela inédita: la llegada del sol se anuncia con precedentes luces sonrosadas, doradas y rojizas que desde el oriente se asoman por detrás del ‘Cerro de la falda’ y proyectan el alba sobre los picos de la Sierra Nevada, untado las nubes con intensos matices, extendiendo el día sobre la sabana de hermosura inconmensurable y enigmática.
Primero fueron los poetas cantores que, encantados por esa magia, trataron en múltiples maneras de describir lo indescriptible; acudieron a metáforas, hipérboles, personificación, alegorías y otras figuras literarias para ayudarse en la tarea de traducir a Patillal, pero sus procesos creativos resultaron ser acuarelas sonoras, relatos cercanos, ‘cantos intuitivos’ que atrapan a quienes los escuchan y que para entender el encantamiento requieren de acciones sensoriales que trascienden la razón.
Ese ‘algo’ que tiene este paraje lo ha convertido en un emblema lírico de vientres fértiles que dan a luz poetas y trovadores, y de estos -poetas y trovadores – que revolucionan lo ya existente, llevando ese lirismo a niveles insospechados, más cercanos al alma y al amor.
Se encuentra en Tobías Enrique Pumarejo, distinguido después como ‘Don Toba’, un patillalero de crianza y parranda que, transido de inspiración, sentimiento y creatividad, desbarató la estructura de octosílabos que marcaban los linderos de versos de sus antecesores en el arte de componer y, dueño de su libertad de versificación absoluta, ignoró la rima en los versos y ponderó la poesía por encima de todo, con un tipo de canción más romántica, repleta de aportes literarios que había bebido de clásicos de la poesía española y de su andar por espacios citadinos que recorrió estudiando.
A la provincia regresó con un enorme capital simbólico y un enfoque literario distinto al que le dio rienda suelta en las sabanas de Patillal, montado en su caballo ‘Alazanito’: “Patillal y mi caballo a mí me traen recuerdos de mis amores idos. Ay, ¿cómo se podría olvidar lo que tanto se ha querido”: (El Alazanito). Cada vivencia se convirtió en evidencia cantada de la conexión de su alma con Patillal, paraíso del que le costó lágrimas alejarse, tanto como de su caballo, cuando llegó la despedida final: “Muchacha patillalera, muchacha patillalera, muchacha patillalera, adiós querida paisana. Yo me voy de Patillal, yo me voy adolorido, y eso a mí me está matando y eso a mí me parte el alma”: (Muchachas patillaleras).
Esas particularidades de ‘Don Toba’ lo convirtieron en influenciador para otros, tal como lo afirma el escritor y compositor Félix Carrillo Hinojosa “Tobías Enrique Pumarejo, aunque narrativo/costumbrista es el punto de partida a la hora de hablar de vallenatos líricos”. La más marcada influencia la ejerció sobre Rafael Escalona Martínez, en Patillal, donde el joven comenzó a imbuirse en los entornos de adulto, a mirarlo y admirarlo, a quererlo, a bañarle y alimentarle el caballo, a aprenderle a dejarse influenciar por dentro.
Entonces se forjó el estilo literario de la canción de Escalona, con algunas cosas tomadas de Pumarejo, los elementos que le proveyó el entorno, principalmente el de su natal Patillal, y su habilidad como pintor de realidades a través del canto, de modo que se dedicó a crear estampas, cuadros cantados, con la numeración silábica que se le antojara, pues de su mentor había aprendido que “si no utiliza ese marco obligatorio de ocho sílabas para hacer un verso, tiene mayor libertad musical y poética para hacer lo que le da la gana y se va por ese lado, pero desarrolla un estilo completamente diferente a Tobías Enrique”, afirma Santander Durán Escalona, compositor, escritor y ambientalista y sobrino de Rafael Escalona.
En el universo creativo de Escalona se encuentra Patillal como su lugar de enunciación, desde el cual creó postales sonoras, colmadas de lírica, de cuentos cotidianos como el de “una señora patillalera, muy elegante, vestida de negro formó en el Valle una gritería, porque la nieta que más quería, la pechichona, la consentida, un dueño e' carro cargó con ella”(La patillalera); de historietas como aquella en la que “estaba llorando un niño en el pueblo de Patillal y lo vino a consolar la Paloma San Basilio; en una tarde serena pasó por Valledupar, derechito a Patillal, donde está la primavera” (Paloma San Basilio); de mariposas que fungen como agentes del correo con mensajes que lo llevan tener encuentros cercanos con colegas que ya se fueron a la eternidad: “en las corrientes del Río Badillo, de madrugada salen visiones, yo vi la imagen de Octavio Daza, de sus guitarras y sus canciones; esas canciones del río Badillo, en sus corrientes vienen y van, son pedacitos de corazones que hacen los poetas de Patillal” (La mariposa del río Badillo).
En su terruño, Rafael Escalona escribió leyendas que dan cuenta de arcoíris fugitivos de aguaceros -como algunos amores- que eligen esa sabana para ocultarse: “Cuentan que los arcoíris y que nacen en la nevada frente a Valledupar, y después de un aguacero y que se esconden, en la Sabana, cerquita a Patillal y después las golondrinas y que salen para que el sol las mire y después desaparecen en el aire como los arcoíris” (La golondrina). Y construyó una cofradía atemporal y colaborativa con sus colegas pastoriles anteriores y posteriores a él: “Dicen que mis cantos son bonitos, que tienen belleza y picardía, eso lo aprendí de Bolañito, de Poncho Cotes, Leandro Díaz y de Toño Salas todos los días”… “yo soy el cantor de Patillal, con Freddy, Gustavo y con Octavio; nosotros fuimos los que regamos en toda Colombia su cantar” (El cantor de Patillal).
Biósfera y cantos
En entorno natural patillalero fue amigo, cómplice y celestina de Escalona, como lo fue de Freddy Molina, Octavio Daza, José Hernández Maestre, ‘Chema Maestre’, Edilberto Daza, Julio García, José Alfonso ‘Chiche Maestre’ y de muchos otros nacidos allí, así como de otros patillaleros de corazón, asiduidad, parrandas o encantamiento que le han dedicado su inspiración a este lugar, a las sensaciones que genera, a la nostalgia de las lejanías, a ese ‘no se qué’ que encanta. A inicios del presente siglo, el número de canciones dedicadas a Patillal superaba el número de habitantes, según Juan José Corzo, activista cultural que contaba sobre tres mil canciones en un pueblo de dos mil quinientos habitantes.
La población allí ha aumentado y lo han hecho también los cantos inspirados en ese edén; en las mariposas de la Malena, las cacimbas que hoy son un recuerdo, los amigos de despedida temprana, a los asesinados por una mano cobarde y los que ocasionan promesas de no volver a Patillal para no morir de tristeza; en las estrellas que salían siempre después de los nubarrones y aguaceros, en la luna patillalera, interrogada una noche por Freddy Molina, en una conversación trascendental cuando este poeta añoraba tiempos idos y experimentaba un declinar de su juventud, poco antes de morir, a los escasos 27 años. “Yo le pregunto que me diga, esa luna patillalera, porque en reemplazo de mi vida, porque sufrir mi madre buena, porque hay sufrimiento, lunita, que no llore el niño siquiera” (Tiempos de la cometa).
Era una relación poeta-luna con tiempos de cercanía; y cuando esta se alejaba, él la emplazaba en sus versos: “la luna patillalera tiene tiempo que no sale; ella fue mi compañera y conoce mis pesares; esa inmensa claridad que ella siempre presentaba se convirtió en oscuridad como el amor que ella me brindaba” (Adiós noviazgo).
Fue un ser de ‘alma vieja’ con el don de la poesía y el arte de la contemplación del paisaje, de la reflexión de la vida y el tiempo, que sorprendía con cavilaciones tan maduras que parecían experiencias de otras vidas, que le daban el bagaje para afirmar que “de misterio está lleno el mundo” (Amor sensible). Un nostálgico de los tiempos idos porque son un imán para el olvido y este compositor lo presagiaba para sus cantos: “Como hojas secas quedarán hasta mis canciones que quiero, que en el mañana no se oirán, la vida cambia con el tiempo”(Tiempos de la cometa); pero esa fue una profecía no cumplida, pues la fuerza de su obra obliga al mundo a mantenerlo presente, como lo expresó hace no mucho tiempo su pariente cercano Gonzalo Arturo ‘El Cocha’ Molina, un rey de reyes del acordeón, patillalero de estirpe, que sigue viendo a su pueblo con los mismos ojos de su niñez, por lo que en cada regreso asegura que “Patillal está igualito”.
Y no es que Patillal se haya estacionado en el tiempo, pues la transformación hacia lo urbano es evidente; es que ‘El Cocha’ Molina lo sigue viendo con los ojos del afecto, del abrigo, del alma, tal como lo veía Octavio Daza Daza, el poeta que en cada vacación estudiantil regresaba alegre porque volvía a lo tierra, igual que las aguas del río Badillo tras nacer en la Nevada, donde muere el sol, para encontrar que todo estaba ‘igualito’, “que nada había cambiado en mi pueblo, todas las cosas que había dejado seguían: el mismo Cerro lleno de tristeza, las mismas calles llenas de recuerdos, la misma torre vieja de la Iglesia, dándole bienvenida al forastero” (Mi novia y mi pueblo).
Daza Daza estableció una relación asombrosa con el entorno de su terruño; en aquel regreso, una paloma, una mariposa, los árboles, la arena y remolinos del río y el ecosistema patillalero en pleno conspiraron para que él pudiera darse cuenta que también el amor de su novia seguía intacto: “Radiante estaba el día, tan linda se veía mi amor, que una mariposa, al ver su belleza, detuvo el vuelo y se volvió una flor; y hasta los árboles, por su presencia, vencieron su orgullo, que se inclinaban como por encanto ante su hermosura; y un remolino formado en las aguas la acariciaba mansamente y yo, fascinado por tanta belleza, me provocó fundirme en el ambiente. En ese momento, sorprendida, me miro y su mirada reflejaba la pureza de un gran amor, me decían sus ojos que todavía me amaba, que no me fuera más de su lado. Con mucha alegría entonces comprendí que el amor de mi novia, como mi pueblo, no había cambiado” (Mi novia y mi pueblo).
Fue un vínculo poético intenso, pues el afluente fue testigo de sus amores, con el canto de sus aguas cumplía el rol de celestina y sus arenas reflejaron sus momentos de pasión nocturna: “Oye las aguas del rio, están haciendo coro para divertirte, porque ellas se han dado cuenta que yo sufro mucho cuando tu estas triste; entonan las aguas su bella canción, dicen que esta noche llena de encantos convida a el amor” (Río Dadillo). Fue un poeta lírico que le transfirió a la naturaleza sus emociones y se tejió un lazo de reciprocidad, de modo que los padecimientos de Octavio eran también los del pajarito, los del río e incluso los del suelo que moría de sed, así como él moría de amor: “La tierra pa' calmar su sed y cerrar sus grietas necesita lluvia, y yo para mi sed de amor y curar mis heridas, las caricias tuyas” (La tierra tiene sed).
El perentorio anhelo de volver
Es por estas conexiones vitales que la ausencia ha sido siempre motivo de tristeza y nostalgia para los patillaleros, así como los regresos son tan curativos para sus almas: “Del Valle a Patillal me ven viajando; nadie puede pensar que es sin motivo, pero hay un corazón desesperado que olvida su sufrir en el camino” (Del valle a Patillal). No era raro que a Edilberto Daza se le olvidaba el sufrimiento, ya que en toda la entrada de Patillal vivía la dueña se ‘su canto’.
En una de esas frías lejanías se encontraba José ‘Chiche’ Alfonso Maestre cuando vio aquel “lucero que vaga errante sin decir nada”, dejando al pasar una estela de sonidos e imágenes de su memoria en el pueblo y una desesperante sensación de soledad y angustia: “Se oyen mil guitarras y alguien que canta allá en mi pueblo. Hoy es día de fiesta y mis paisanos están alegres, y aquí está mi alma, que no ha encontrado la paz que quiere; los nuevos caminos de mi destino cuanto me hieren. Yo me siento solo, ayayay, ayayay, no hay quien me consuele” (Que siga la fiesta).
A él, quizás más que a cualquiera, por su corazón sensible en extremo y por las ausencias que su vida artística y amorosa exigen, lo vapulean con más ímpetu esos recuerdos de su pueblo, de la Malena, la brisa en los aguaceros; los muchachos jugando alegres, besando el viento; subir el cerro tocar las nubes, ver desde arriba el ‘día de san pedro’ y todo el tiempo de la niñez, que ‘Chiche’ describe como su tiempo más feliz. “Es que tengo aquí (se toca la cabeza y el corazón) la película de mi niñez, esos juegos infantiles, mi gente, una época muy bonita, enriquecida espiritualmente; porque ya uno va creciendo, conociendo y surgen muchas cosas, va conociendo lo que es el trabajo, las preocupaciones; entonces se va acabando un poco esa tranquilidad espiritual”. Por eso le cuesta tanto despedirse, en cada regreso: Ay Patillal, vuelvo aquí un ratico nada más; no es igual para mí, la vida comenzó a cambiar; un día si el otro ya, ya me tengo que marchar” (Recuerdos de mi pueblo).
Patillal es un lugar de regreso de quienes lo experimentan, aunque no hayan nacido allí, como Gustavo Gutiérrez Cabello, ‘el poeta de la añoranza’, quien tuvo una infancia feliz andando por caminos agrestes que lo conducían del Valle a Patillal, sin importarle que los carros destapados poco protegieran de los aguaceros su ropa negra, pues iba feliz para “esta tierra amada”, con un propósito en mente: “Voy a subir al cerrito de las cabras, pues desde ahí se divisa Patillal y en medio de la sabana resalta un arbolito que fue fiel testigo de amor ausente, de novias lejanas, allí se encuentran en el los perdidos” (Camino agreste). A través de sus años, Gutiérrez Cabello conecta a Patillal con crónicas de gozo, recuerdos de infancia, de tiempos mejores, cuando regresaba de la finca con don Evaristo, su padre: “Regresaba a caballo cantando y a mi lado mi padre también, casi siempre caía un aguacero, arroyitos crecían por doquier; ya muriendo la tarde en el Valle, regreso a mi casa queriendo volver; cuando llueve me da sentimiento, pero eso no importa, que vuelva a llover” (Arroyitos de mi infancia).
Ocurrió también alguna vez cuando desde Santa Marta arribó, de repente, Rita Fernández Padilla a un lugar en la sabana, que la envolvió en hermosura, con una luna amante de las parrandas, llenándola de razones para volver y volver: “Regreso por que aquel rincón a mí me ha cautivado y encuentro que hasta en mis amigos sienten lo mismo, parece que ya la sabana estuviera esperando que un dulce acordeón se le acerque, que llegue cantando; y en el embrujo de colinas y praderas aparece la luna como si presintiera que hay serenata en la tierra patillalera y que llego la gente del alma parrandera” (Las sabanas del rodeo).
¿Qué es, entonces, lo que tiene Patillal? Es un misterio que pervive oculto en la sabana, que no se resuelve desde la razón, siendo una experiencia sensorial que no admite ser materialmente descrita, pero que logra asimilarse a través de los muchos cantos allí inspirados, que abrieron la posibilidad a estos trovadores de comparar un pueblo con una melodía, cuando el primero el físico y la segunda es auditiva, tal como resolvió el interrogante José Hernández Maestre - ‘El hijo de Patillal’: “Esta tierra que ha sido el alma mía, yo con nada la puedo comparar; Patillal es como una melodía que, al oírla, nos provoca cantar”.
En su estado original, en estas sabanas existió una abundancia casi sobrenatural de patillas silvestres que de manera autónoma germinaban, crecían, maduraban y se desintegraban en un proceso cíclico de nacer y volver al suelo, que bebía y volvía a beber toda esa dulzura que era luego absorbida por los árboles, que daban semillas y frutos de los que se alimentaban los pájaros y demás animales; dulzura que era arrastrada por los aguaceros hasta la Malena, el río Badillo y demás afluentes de la zona, donde los niños (poetas después) crecieron bañándose, abrevándose, hidratándose, entablando la comunión de esas aguas con sus cuerpos que son agua en más de 70%. ¿Tendrá esta dulzura milenaria alguna relación con la fecundidad poética de esas sabanas?
Este texto fue publicado originalmente este 23 de diciembre en la revista del Festival Tierra de Compositores, de Patillal.
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