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Adrián Villamizar @elangelbohemio

Abelito es una institución, un ejemplo de tenacidad, terquedad provinciana y decoro



“Hoy nuevamente, me encuentro parao en la esquina

de una calle que fue amiga, en el barrio en que me crie.

Los mismos árboles, con otras golondrinas,

nuevas caras, nuevas vidas, pero con la misma fe.

Y de repente, me saluda una vecina,

con asombro me examina, preguntándose quién soy

¿seré yo mismo o tal vez seré mi hermano

o de pronto algún fulano que llegó de Nueva York?”



Construyó su negocio desde un plano imaginario, inexistente en el ambiente vallenato de esa época: primer lustro de los 70.

La construcción del edificio Los Corales definió locales comerciales en su planta baja, y en el de la esquina Abelito y Mary le metieron el hombro, arriesgando lo poco que tenían en un tipo de negocio desconocido para ellos, sanjuaneros de cepa, con la inigualable idiosincrasia, inocente, curiosa y cují, y de una rectitud egregia de conservadores natos, respetuosos del ordenamiento y la iglesia.


Fui su vecino por muchos años, del 75 al 82. Él conocía a mi papá de San Juan y mi papá a toda su familia; yo no me acordaba de ellos, estaba muy pequeño en San Juan en ese entonces.


La heladería, juguería, sanguchería de Abelito (como cariñosamente lo llamábamos) era rara. La crema de su helado de vainilla no sabía a algo contra que comparar, ni siquiera con la vainilla. Era sui generis, nada extraordinaria, más bien de media y baja gama. Pero precisamente esa era la gran virtud de su crema. Fueron tan especiales los tópings de mora y piña, especialmente este último, que aquella crema indescifrable se tornaba en fiesta pues capturaba y distribuía, maridando a la perfección aquellos sabores primigenios de su heladería y la gente empezó a llegar por montones y ellos les ofrecieron sandwichs y malteadas, siendo siempre el vasito de helado con topings la estrella del lugar.


Había más. Duré varios años viendo las maquetas de los postres y comidas, antes de probar uno, pues la diferencia de precio entre el vasito clásico obligado y los Banana Split y otros que no recuerdo (aunque veo su foto en mi memoria) era muy alta para que el rejunte de monedas y lo que me diera el también cují de mi papá, me alcanzara. El Villa (mi papá) nos decía a mí y a mis hermanos que ¿pa’ qué esa vaina del Banana Split?, que él compraba el tambor de helado allá detrás de ‘El Ley’ y los guineos en la tienda y la leche condensada y que dajara de joder.


No servía que yo juntara por mi lado la plata, el problema era que mi papá me viera comiéndome ese postre porque seguro me regañaría. La vez que pude, me lo comí escondío en la misma heladería, cuando estaban construyendo la pizzería de al lado, donde antes estuvo un salón de belleza, con poltronas que tenían arriba unas capsulas ovoides donde las mujeres metían sus cabezas para alisarse el cabello y vaya a saber qué diablos y yo las veía como en sillas eléctricas de las ejecuciones en las películas.


Yo saqué de casillas muchas veces a Abelito por mis incesantes juegos en la esquina. La acera ancha entre la Heladería y el murito de mi casa en la entrada del parqueadero del Edificio era el Maracaná donde José Suarez, Condorito, Poncho Araujo, Jaime Elías Celedón, José Castro, Antolín y yo nos molíamos a patadas todas las tardes y fines de semana. La pelota siempre terminaba golpeando las mesas y los clientes sentados en aquellas sillas futuristas de color azul y blanco que tenía Abelito y que jamás vi en ninguna otra parte como ahora se ven las Rimax, por ejemplo. Eran unas sillas parecidas a las de los supersónicos de la TV, que giraban sobre su eje y nosotros a veces nos sentábamos en ellas a divertirnos dando vueltas y vueltas y el viejo se salía del mostrador con su trapo mojao a echarnos y a limpiar lo que dejaban la tierra en los zapatos y los culos sudaos.


Cosa seria.


Las sillas de la heladería Los Corales eran tan futuristas en su diseño, que el futuro de ellas aún no ha llegado ni llegará. Las conservaron hasta el absurdo, pues ellas eran parte del embeleco nostálgico de todos los que por ahí estuvimos. Ellas se caían a veces con la brisa y como eran de fibra de vidrio se esquiñaban, pero Abelito decía que éramos nosotros a punta de balonazos y me regañaba diciendo que apenas viera a mi papá se lo iba a decir y a cobrarle los destrozos que yo hacía con mis secuaces.


Abelito, carajo. Serio como burro en canoa, no le daba juego a nadie, regañaba a los trabajadores pero así construyó una disciplina de trabajo que dio el fruto de lo que hoy es aún la heladería "Los Corales" una institución vallenata, referente del espacio de encuentros y placeres como la Heladería Americana para los curramberos, donde venden el "frozomalt", un helado grisáceo de similares características al de Abel por lo indescifrable al paladar y que se acompaña de una salsita rosada transparente como gelatinosa y que los barranquilleros devoran con fruición y hasta lo lloran cuando están lejos de su tierra.


Pa’ mí no sabe a na’, como tal vez la crema de Abelito pa’ ellos.


Los paisajes de la infancia, con sus componentes arquitectónicos, gastronómicos, humanos y de flora y fauna (árboles, aroma de flores y arbustos; perros, gatos, caballos y burros), son imperecederos en la memoria y con solo cerrar los ojos nos llaman de vuelta a visitarlos una y otra vez. Y caminamos los sitios donde fuimos felices y no lo sabíamos (como es la verdadera felicidad) y nos vemos como espectadores de nuestras grandes hazañas y nuestros autogoles y como ahora, en este preciso instante, me tienen de 12 años, sudao, con la camisa sucia y un balón, contando las monedas para pedir el vasito con salsa de mora y picándole el ojo a Abelito pa’ que me eche ñapa de salsita.


Yo me entiendo solo… vivo obeso de nostalgias. Ustedes si quieren sigan en su peso ideal mirando hacia el futuro. El que quiera engordar de ayeres, lo espero ya mismo en la esquina de la 15 con 11A en los años 70, pa’ que le saquemos la piedra a Abelito… ya él hoy nos disculpó para siempre.



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