Juglares y poetas cantores
La historia oral del vallenato comenzó a forjarse a partir de los primeros juglares que a lomo de burro viajaban componiendo, cantando y tocando acordeón, como una necesidad existencial de traducir en versos la vida. La necesidad persiste.
Eran poetas campesinos ágrafos o semiletrados de andar trashumante que con su música y sus cantos recorrían pueblos cantando las historias que constituían la cotidianidad regional. Eran el medio de comunicación entre las gentes que mandaban con ellos los recados y a su vez esperaban las noticias musicalizadas que traían, así como las vivencias que contaban catando en versos sencillos, construidos con los recursos que les prodigaba su entorno, su época y su circunstancia; su talento, sus vivencias, su creatividad y su memoria. Componían en cuartetos y echaban mano de la reiteración para facilitar sus procesos creativos; eran eruditos en la improvisación de versos y décimas. “Todos los primeros juglares eran verseadores con diferentes estilos y niveles de calidad en el arte del verso improvisado”, dice el compositor e investigador Adrián Villamizar Zapata.
Los primeros nombres de estos juglares de los que se tiene memoria son contemporáneos con Francisco Moscote, el hombre leyenda, y se cuentan entre ellos Sebastián Guerra, ‘Nandito el cubano’ (Hernando Rivero), Fruto Peñaranda, Juan Solano, Luis Pitre, Pedro Nolasco, Fortunato Fernández, Santander Martínez, Rosendo Romero Villarreal, Juancito Granados, Abraham Maestre, quien se habría enfrentado a Francisco el Hombre y lo habría vencido tocando la puya ‘La culebra cascabel’, y José León Carrillo, atanquero, quien habría sido no solo el mayor de todos, sino el primero en traer un acordeón a Colombia, a su regreso de España, a donde se había ido para hacerse sacerdote.
En su obra literaria ‘Cultura vallenata: Origen, teoría y pruebas, el historiador Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa hace una organización cronológica, guiada por la contemporaneidad de estos estos personajes, la cual permite ubicarlos en sus tiempos, espacios y aportes al folclor vallenato. Así, este primer grupo estaría enmarcado en un tramo comprendido entre 1840 y 1890, con predominio de los aires de puya y merengue, que eran aires de gaita que luego se incorporaron al acordeón tocado por los primeros grandes juglares.
Para las tres décadas siguientes (2890 - 1920) ya la música de acordeón, como inicialmente se llamó, avanzaba en su proceso de emancipación, lo que permitió una mayor salvaguardia de las obras de los juglares, todos con una historia enorme en el folclor vallenato. “Los acordeones habían mejorado técnicamente, por lo tanto se ampliaba la cobertura para mayor número de cantares y melodías de los viejos tiempos dentro de su repertorio”, expresa Gutiérrez Hinojosa y explica que la primera generación de juglares tenía acordeones de un teclado sólo les alcanzaba para interpretar el aire de puya y tímidamente el merengue.
De esta época son Octavio Mendoza, Eusebio Ayala, Juan Muñoz, Chico Sarmiento (Francisco Sarmiento Peralta), Francisco ‘Pacho’ Rada, Juancho Polo Valencia, Emiliano Zuleta Baquero, Lorenzo Morales ‘Moralito’ (protagonistas de la famosa piqueria cantada ‘La Gota fria’), y Chico Bolaño (Francisco Irenio Molaño Marshall), quien hizo aportes determinantes para el vallenato, como la marcación diferencial de los bajos en el acordeón que alumbraron la ordenación de los aires vallenatos. “Bolañito, como también se le conocía, tuvo el mérito entre los músicos de su generación de haber compuesto obras en los cuatro aires del folclor vallenato, descifrando así los diferentes marcantes del acordeón”, escribió el investigador Julio Oñate Martínez.
Y apareció en el panorama otra generación cuyas obra ocupan extensas páginas en la historia de la cultura regional; entre ellos están Alejo Durán, de quien dice Tomás Darío Gutiérrez: “Todos los antecedentes culturales yacentes en el origen del folclor vallenato concurrieron para su formación: gaitas, tamboras, décimas, bailes cantaos, cantos de vaquería, escenario geográfico ideal, época aparente, etcétera”.
Ese “escenario geográfico ideal y época aparente” abrigó también a otros representantes del folclor como Náfer, hermano de Alejo, quien se especializó en el tono menor; Calixto Ochoa, Andrés Landero, Abel Antonio Villa, Miguel López, Pacho Rada, Ovidio Granados, Samuelito Martínez, Alfredo Gutiérrez, quien revolucionó las formas de tocar el instrumento, que se ganó el apodo de ‘Rebelde’; y Luis Enrique Martínez, quien según investigadores y alumnos de su escuela, marcó un antes y un después en la forma introductoria de las canciones. “Fue tan grande su portento y creatividad musical que sobre su nombre coinciden todos los conocedores de la manifestación afirmando que fue el generador de la más grande escuela interpretativa de la música que consideramos Patrimonio Inmaterial de la toda la gran región descrita”, afirma el escritor musicólogo Roger Bermúdez Villamizar.
Estos y otros hombres, algunos de los cuales siguen vivos de alma o pasión musical, dice Ismael Rudas, “han sido gran referente a mostrar, con ideas claras del concepto y carácter general de lo que significaba hasta ese momento la idiosincracia pura de un estilo propio e individual que marcaba con sello indeleble la raíz misma del sentimiento impreso por parte de cada intérprete, que entonando la misma canción, sin que se esfumara su cadencia original, permitía con gran facilidad reconocer quien estaba al mando del instrumento”.
Fue el tiempo de florecimiento de dinastías como la Zuleta, la López, la Romero; de la exclusividad del acordeonero a su instrumento y la aparición de una nueva figura: el cantante. Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes Díaz, Beto Zabaleta y Rafael Orozco, entre otros, se hicieron cargo del cantar mientras los instrumentos hacían lo suyo.
La poesía y el cantar
Esa necesidad visceral de expresarse cantando, de gritar con versos sus dolores y alegrías, sus formas de amar y olvidar, sus fortalezas y temores, la vida y la muerte. El entorno les alimentaba la inspiración y les entregaba los elementos para crear cantos que, como se ha dicho, los primeros eran octosílabos de fácil memorización y fue así hasta que apareció en el universo vallenato un personaje llamado Tobías Enrique Pumarejo, nacido en Patillal, pueblo localizado en las estribaciones de la Sierra Nevada, pero con toda una vivencia citadina debido a que lo mandaron a estudiar en Medellín, donde se hizo bachiller, se alimentó de otras músicas, formó un grupo musical con el que interpretaba música interiorana (pasillos, bambucos, etcétera), leyó a los clásicos de la poesía española, empezó a componer canciones y regresó a la provincia con todo ese capital simbólico, con un enfoque literario distinto, con una carga influenciadora sobre los demás, pues -como señala el compositor Santander Durán Escalona: “Don Toba, que fue el hombre que se adelantó 50 años a la evolución del vallenato”.
El investigador, escritor y compositor Félix Carrillo Hinojosa, expresa sobre Pumarejo que “aunque narrativo/costumbrista es el punto de partida a la hora de hablar de vallenatos líricos”, pues lo que hizo entonces fue una revolución que rompió con todo lo que había en cuanto a versificación vallenata e influenció definitivamente a las generaciones que vinieron después de él, como Rafael Escalona, nacido varias décadas después que él en el mismo pueblo, quien comenzó a imbuirse en los entornos de Pumarejo, a mirarlo y admirarlo, a quererlo, a bañarle y alimentarle el caballo, a aprenderle a dejarse influenciar por dentro. Entonces se forjó el estilo literario de la canción de Escalona, con algunas cosas tomadas de Pumarejo, los elementos que le proveyó el contexto y su habilidad como pintor de realidades a través del canto, para tomar el pelo cantando, para meterle humor negro a sus creaciones, ridiculizar con cariño a sus amigos, lo cual le encantó a la gente. A partir de todo su material, se dedicó a crear estampas, cuadros cantados, con la numeración silábica que se le antojara, pues ya lo había aprendido de su mentor.
A partir de entonces, el panorama vallenato se fue poblando de compositores y emergieron autores como Freddy Molina, Octavio Daza, Leandro Díaz, Adriano Salas, Rita Fernández, Hernando Marín, Máximo Movil y otros que hicieron grandes aportes a la canción vallenata. Ahí aparecieron Santander Durán Escalona y Gustavo Gutiérrez Cabello, dos muchachos que rompieron con todo lo que hasta ese momento se había hecho; comenzaron a hacer modificaciones: aumentaron los cambios musicales en busca de nuevas variantes de tipo armónico que marcó también un ‘antes y después’ en la composición vallenata. “Yo tenía tres guías delante: Rafael Escalona Leandro Díaz y Tobías Enrique Pumarejo, pero había más acercamiento en mi estilo con Leandro y Don Toba, que era muy romántico, muy lírico”, precisa Gutiérrez Cabello. Por supuesto, su esencia creativa estaba hidratada por la poesía que era un hábito en su vida. “Lo que pasa es que yo leía mucha poesía y en entorno mío era Jaime Molina declamando. Mi papá compraba los long play del Indio Duarte y a mí me gustaba declamar y leía poesía de Juan Ramón Jiménez, de Machado, de Lorca, los 20 poemas de amor y la canción desesperada. Entonces yo, que era sentimental lírico y leyendo eso y ponerme a hacer versos, por consecuencia lógica tenía que salirme esos versos así.
Y así, lactados por la esencia de los que estaban, fueron naciendo otros poetas cantores como Roberto Calderón, Rafael Manjarrez, Marciano Martínez, Ivan Ovalle Poveda y José Alfonso ‘Chiche’ Maestre y otros representantes de la prole de poetas mayores de cincuenta años, que ha venido siendo reconocida como la última generación que bebió de la fuente pura de los grandes compositores, pues a partir de éstos, el cantar vallenato ha venido sufriendo transformaciones estructurales que desencadenaron su inclusión en la lista de Patrimonios Inmateriales de la Humanidad por parte de la Unesco.
Este texto fue publicado originalmente en separata especial de El Pilón, el pasado mes de abril