“Yo todavía amo a Alejo Durán”: musa del 039
“Hay amores que han resistido toda una vida”, escribió una vez el poeta cantor Luis Egurrola Hinojosa, refiriéndose a esos “amores como las piedras, que nunca cambian”; amores como el de Irene Josefa Rojas Guevara hacia Gilberto Alejandro Durán Díaz, juglar legendario nacido hace cien años, muerto hace 30, vivo por más de seis décadas en el corazón de ella, a la que inmortalizó en un canto llamado y le engendró un hijo.
Un amor a prueba del tiempo, de las ausencias y de lo mujeriego que resultó ser este juglar, andariego de los pueblos de la ribera del río Magdalena y otros contornos, conquistador de mujeres que conocía en puertos, lanchas, casetas... Una de ellas fue Irene, una jovencita de 15 años cuyo camino se cruzó con el del trotamundo quien sembró en ella un amor que dio frutos tangibles e intangibles: el hijo que lleva el nombre de su padre (Alejandro Durán Rojas), un canto que ocupa el centro de la lista de un folclor que es patrimonio inmaterial de la humanidad y un sentimiento profundo e inagotable que pervive en el corazón de ella.
“Yo todavía lo amo”. Así, con los ojos inundados de lágrimas y recuerdos, respondió hace pocos días cuando se le si había logrado olvidar a Alejo Durán. “Todavía lo amo y lloro cada vez que oigo los discos de él”, reiteró, como haciendo énfasis en la connotación coríntica de su amor, en esa huella indeleble que le quedó en el alma, que a pesar de todo, incluso de la muerte, sigue y seguirá ahí hasta el final de sus días.
Ella tenía 15 y el superaba el doble de su edad. Coincidieron en na embarcación que navegaba sobre el río San Jorge, cumpliendo un largo trecho juntos, intercambiando miradas, hasta llegar a Montelíbano, Córdoba. Al desembarcar, Alejo Duran, quien ya era un acordeonero, compositor y cantante reconocido en la comarca, le dijo que se fuera con él. “Yo le dije que no, no puedo porque yo no lo conozco a usted ni usted me conoce a mí”, narra Irene, quien sí accedió a ir a la caseta que tocaría el esa noche; una amiga le dio ‘el dos’.
El puente San Jorge era puerto de salida y llegada de transporte con destino a varios pueblos de la zona, de modo que no fue difícil volver a encontrarse, volver él a hacerle la propuesta y ella al volver a rechazarla. “Me monté en el carro para irme y él me pregunto: “¿qué me vas a dejar de recuerdo?”, entonces yo le entregué una foto y le dije aquí te dejo un retrato pa’ que te acuerdes de mí; y me puse a llorar, sentimental ¿no? Entonces el chofer y le gritó: “¡Alejo, la muchacha viene llorando!”. El miró hacia atrás, hacia el carro con la placa 039 en el que me iba yo”.
La siguiente vez que se vieron fue la definitiva. Algo había germinado en el corazón de la jovencita, igual que el flechazo a primera vista que había experimentado él. Fue un enero en una fiesta de corraleja, en Sucre, donde se materializó el sentimiento. “Nos encontramos otra vez porque fuimos a la fiesta. Cuando veníamos para el palco, me tiró unas tapas de cerveza, porque él estaba más arriba; me dijo que me montara para allá con mis hermanos. A las cuatro de la tarde mandó a hacer comida. Cuando salieron los toros me dijo “no te vayas, quédate hasta el fandango”; a las dos de la mañana te vas”; y así fue, nos quedamos hasta las dos de la mañana”.
Alejo e Irene salieron juntos de la corraleja hacia la casa de ella, donde él pernoctó por un mes, al cabo del cual siguió viajando por los pueblos, llevando su música de acordeón como bandera y a ella como su mujer. “Ahí está Náfer que puede probarlo”, dice ella, señalando a su cuñado Náfer Durán, que igual que ella y un mar de gente había llegado a El Paso, Cesar, para participar en los actos conmemorativos de los cien años del natalicio de Alejo.
“Nos fuimos para Caucasia. Duramos cinco días allá. Yo creo que ahí en Caucasia fue que hicimos al Negro”. No puede Irene suprimir una sonrisa que le ilumina el rostro cuando menciona el episodio de consumación de su amor y muestra a su hijo, Alejandro Durán Rojas, que no solo lleva el nombre de su padre, sino también su apodo: ‘El Negro’, quien hoy cuenta con 64 años cumplidos.
Fueron tres años de idilio, de viajes, de sospechas y certezas de las andanzas de ‘su hombre’ con otras; de resistencia de los celos en nombre del amor. “Sí. Yo sabía que él tenía otras mujeres”, afirma Irene y relata el desenlace de la unión marital. “Él se vino para Mompox y me dejó en Magangué. Yo embarazada de ‘El Negro’; yo estaba sola con una señora que él dejó para que me atendiera, pero yo decía que me iba a morir en el parto, sola ahí. Y me fui para mi casa”.
Y ese fue el fin. Cuando Alejo regresó a buscarla, recibió noticias sobre la partida de la joven y la sugerencia para que fuera a buscarla. “Él dijo: no voy. Si se fue es porque no me quiere”. Saben Dios y ella que sí lo quería, que lo sigue queriendo, que se fue porque estaba muerta del susto y el desamparo, experimentando cómo crecían sus senos, se ensanchaban sus caderas y crecía su barriga de adolescente con un niño adentro. “A los tres años fue y me quitó al pelaito y se lo trajo para acá para El Paso”.
Quedó ella extrañando a su hijo, llorando la ausencia del amor de su vida y escuchándolo prodigarle amor a otras -muchas- en cantos. Sufrió cuando lo oyó dedicarle las rutinas de su acordeón a Fidelina; cuando a causa de Joselina Daza sembró su corazón en Patillal; cuando supo de la antioqueña de cejas casi encontradas, mirada alegre y dientes brillantes, cara fileña y nariz delgada, boca chiquita y muy elegante... Entonces lo dio por perdido, porque supo que sus cantos no eran más que una traducción de su esencia poliamorosa, que tenía tanta facilidad saltar de cama en cama como para tocar el acordeón; y aprendiendo a vivir con eso. “Tuve otro hombre y tengo dos hijos con él, Juan Manuel y Jorge Luis, pero ya estoy sola. Yo tengo a Alejo en mi corazón”.