Un viaje de poesía de Valledupar a El Molino
Al escuchar a Rosendo Romero hablar de su infancia y del nido de Mirla que destrozo en sus años de niño, anécdota que le serviría años más tarde para componer la mítica canción vallenata ‘Noche sin lucero’, y escuchar los poemas de Carlos Ildemar Pérez, vi la sonrisa de Leonardy Aguilar y Jaime Celedón; entonces supe que había valido la pena el viaje de Valledupar a El Molino.
Habíamos recibido previamente la invitación del amigo Poncho Camargo, quien desde hace 15 años, de la mano de la Fundación Letras Guajiras, organiza el Encuentro de Escritores de La Guajira, el cual desarrollaría su versión número quince, los días 15 y 16 de septiembre. Nosotros por razones laborales no pudimos asistir el primer día, por tanto, desde temprano el día sábado 16 alistamos viaje de Valledupar hacia El Molino.
Salimos de Valledupar y la primera parada la hice en Río Seco para echar gasolina. Desde ese sitio, Jaime Celedón tomó la palabra para narrar la historia de una viuda en un velorio. Pasaba de un llanto a otro, como si tejiera mochilas, hilaba una historia con la métrica de las artesanas de la Alta Guajira, todo sucedía en los velorios de San Juan. Alzaba la voz con la tonalidad de los dolientes: “¡Ay, no sé Pedro Pérez! ¿Por qué no me llevaste contigo…?”, y la bajaba con el misma ritmo: “Ayer me dijiste que querías envejecer a mi lado y mírate ahí, triste en ese ataúd…”. El cuento de Jaime terminó en Los Haticos. Entonces cambiaron de tema. Ahora hablaban de poemas. Leonardy Pérez comenzó en una alternación de poemas y la historia de vida de Julio Flórez, Jaime lo hacía repetir dos y tres veces un mismo poema, que iban acompañados de la historia geográfica y sentimental que rodeaba cada creación del mismo. Que yo recuerde, la única palabra que mencioné en todo el camino fue las que le dije al vendedor de gasolina de Río Seco.
Entrando a San Juan del Cesar había un tumulto de gente en la entrada de una funeraria. Jaime me obligó a orillar el vehículo y me dijo: “Pare aquí compadre, que hay muerto en San Juan, y un muerto en San Juan es un espectáculo”.
Jaime se notaba ansioso. Se veía que saboreaba el chisme y que en ese muerto podía encontrar el cuento que le faltaba a su repertorio de cuentista de velorios. Leo y yo esperamos afuera. Pasaron 10 minutos y no había noticias de Jaime, por tanto decidí entrar a la sala de velación; en ella, varias personas se abalanzaron sobre mí y me dieron el pésame. Yo lo recibí con cara de dolor, le decía “Gracias” a todas esas personas que por primera vez veía en mi vida; al percatarme que me confundían con uno de los deudos, saqué mi pañuelo y lo puse sobre mi rostro para imprimirle más veracidad al drama de dolor que me tocó asumir.
Todos vestían de lino blanco y yo iba de suéter amarillo, jeans y tenis. Casi nadie lloraba o mejor dicho nadie estaba llorando, solo rostros tristes. Pasé varias salas hasta que me puse frente al ataúd, supuse que los de gafas oscuras, vestido negro y blanco eran los parientes del muerto, de todas maneras esta gente lloraba en silencio con mucha prudencia y si se podría decir con alcurnia; nada que ver con los cuentos que Jaime narraba sus parrandas.
Al cabo rato vi un hombre sobre el féretro llorando a gritos; entonces pensé: “Bueno, ahora sí comenzó el espectáculo”. Para mi sorpresa, era Jaime el que lloraba; entonces me acerque asustado, pensé que era alguien muy querido por él, le di una palmada en la espalda; al darse cuenta que era yo, se limpió las lágrimas y me dijo con voz solloza: “Sáqueme de aquí, maestro”.
Lo tomé del brazo y lo saqué del sitio. Lo llevé al carro. Ya dentro del vehículo nos explicó que se trataba de una tía política y que al ver llorar a sus primos se le hicieron agua los ojos, que sintió dolor, pero que también fue un acto de solidaridad con la tradición sanjuanera, pues al no ver a nadie resquebrajar le toco hacer a él el show para romper el hielo.
Salimos de San Juan directo para El Molino, por una vía llena de huecos. Al llegar al colegio ‘Ismael Rodríguez Fuentes’, nos encontramos con un auditorio de unas 70 personas, en su mayoría poetas y narradores de La Guajira. También había otros poetas y cuentistas de Valledupar.
La tarima estaba arreglada con unos muebles, una alfombra y muchas flores. Se desarrollaba el tema: “La lidia del verso desde la oralidad y la escritura”. Se trataba de una tertulia entre el poeta Carlos Ildemar Pérez, un bohemio venezolano, director de la Escuela de Letras de la Universidad del Zulia; Limedis Castillo, poeta Guajiro, y José Félix Ariza, rey de la piqueria vallenata.
Carlos Ildemar hablaba de la poesía como concepto general y del poema como el extracto del proceso poético. Limedis explicaba el proceso de la construcción del verso escrito como proceso inacabable, pues el poeta trabaja siempre sobre borradores y son las publicaciones las que evitan las posteriores modificaciones de las creaciones poéticas. José Félix Ariza hizo una demostración del repentismo en la piqueria, demostrándose de esta forma porque el verso poético escrito resulta más fino y mejor elaborado que el que nace de la improvisación.
La segunda sección fue un conversatorio entre Rosendo Romero y Roberto Solano. El tema central fue: “La Poética en la música y la musicalización de la poética”. Juntos, ellos hicieron un parangón entre la música y la literatura, Rosendo develó su admiración por el compositor Gustavo Gutiérrez Cabello, contó que siendo niños, Israel Romero (su hermano) y él se encontraban en una fiesta de Villanueva donde tocaba Alfredo Gutiérrez; Israel, al ver y escuchar la maestría con que Alfredo tocaba el acordeón manifestó: “Como ese quiero ser yo, primo”. Esas palabras de Israel Romero resonaron en la cabeza del pequeño Rosendo durante un tiempo, pues no veía en la música vallenata aun ícono al cual él quisiera seguir.
Pero un día, mientras jugaba trompo en las calles de su pueblo, Villanueva, alguien dijo que en la casa de Juan Félix Daza estaba Gustavo Gutiérrez; él tiró el trompo, se acercó a la parranda y vio en aquel hombre de melodías preñadas de poesía el faro para donde mirarían sus futuras canciones.
Roberto Solano confesó que vivía en Maicao, donde administraba una residencia y que ahí se había alojado varias veces una caleña. Contaba que ese día sonaba una canción y la mujer la tarareaba; entonces él, para impresionarla le dijo: “Ante tus ojos está el compositor de la canción que tanto te emociona”. La caleña le encomendó que para su próximo viaje le tuviera una canción con su nombre.
Cuando se aproximaba la llegada de la mujer, Roberto ya había visitado a muchos compositores de Maicao y ninguno le hizo el favor, ni siquiera su amigo Carlos Huertas; no quedándole más remedio a Solano que ponerse él mismo a escribir la canción. Como nunca lo había hecho, no sabía por dónde empezar; entonces cogió la grabadora y comenzó a escuchar canciones viejas. De esa forma fue tomando partes de la melodía y las letras hasta lograr su propia canción. Sin embargo, la caleña jamás volvió a Maicao. Desde entonces siguió componiendo canciones de amor, hasta que Fruko y sus Tesos lo sacó del anonimato, con la canción ‘Los Charcos’. De esta forma nos fuimos adentrando en el mundo de la música y la literatura.
Terminada las anécdotas de los dos compositores, el amigo Leonardy Pérez tuvo la oportunidad de declamar un bello poema de la música Vallenata como es el ‘9 de abril’ de Diomedes Díaz, ‘Oda a los poetas populares’ de Pablo Neruda y por último ‘Mi poema’ de Rosendo Romero. Era un reto para Leo demostrar que las canciones vallenatas están cargadas de poesía y que se pueden recitar, al lado de grandes joyas literarias como lo mejores poemas de Pablo Neruda o Rubén Darío.
Luego, un breve análisis de la ‘Música Vallenata en la Literatura del Caribe colombiano’. En su ponencia, el escritor Ariel Castillo Mier hizo un recorrido por Macondo; habló de Cien Años de Soledad como un vallenato literario, de Escalona, el cronista de la música, de Mauricio Babilonia y sus mariposas amarillas, del Nobel y los Hermanos Zuleta.
A la una de la tarde nos invitaron a almorzar en el patio de aquel colegio. Muchas mesas y sillas y en ellas sentado los más destilado de la poesía y los narradores guajiros, y entre de ellos, Leonardy, Jaime y yo. Nos sentamos en la mesa del poeta Carlos Ildemar Pérez, quien nos contó de sus 17 libros publicados, su vida en España y su regreso a Maracaibo, donde dirige el programa de maestría en Literatura de la Universidad del Zulia; también estaba José Félix Ariza. Nos comimos un delicioso almuerzo, brindado por el anfitrión Poncho Camargo (organizador y Fundador del Encuentro de Escritores de La Guajira). En el intermedio sonaron los bellos sones de nuestro folclor vallenato en guitarra.
A las tres de la tarde nos convidaron para La Junta a un recital y para que nos quedáramos a leer poesía en el atrio de la iglesia de El Molino, en las horas de la noche. No pudimos complacerlos y nos fuimos para San Juan, donde Jaime cumpliría su cita con el cadáver que le saco las lágrimas en la mañana. Llegamos a la funeraria nuevamente. Esta vez Jaime no lloró, pero sus ojos y sus oídos funcionaban como grabadoras, atentos a cada movimiento de los deudos. En la parte de afuera estaba un primo de Jaime echando cuentos de la Ligerita, un personaje de San Juan, esta vez hablaba de su comportamiento cuando se murió el marido, sus 78 desmayos y su llanto de gato.
A las 4 y 30 salió Jaime con cara de haber satisfecho su deseo impetuoso de adquirir repertorio para sus cuentos de velorios. Nos fuimos a visitar a una amiga suya, a la que nos presentó como Yaya Molina de Ariza. En casa de Yaya, entre lamentos por la muerta y jocosidades de otros velorios, nos reímos un rato mientras disfrutábamos de una deliciosa soda bien fría de bajo de un árbol de maistostao, en la puerta de la calle.
Leonardy declamó a Julio Flórez y a Benedetti. Cayendo la tarde nos fuimos a Zambrano, La Guajira, a visitar a doña Dolores Cuello de Orozco (Lolita). Llegamos a un caserío de casas humildes, pero en el fondo del pueblo se levanta una casa quinta hermosísima, la casa de los Orozco; allí, en un corredor inmenso de teja española sombreado de mangos y cocos, estaba Lolita Cuello, una matrona guajira de 87 años, quien mostró su agrado al ver a Jaime, a Leo y a mí nos saludó y nos trató como si nos conociera de antaño. En esta casa tomamos jugo de tamarindo, Leo recito a Rubén Darío, Jaime narró sus cuentos de velorios, entre risas y café, fui tentado por Jaime para que declamara algo; y yo, como no me aprendo mis poemas, declamé Lola Jattin del Loco Raúl.
Siendo las seis de la tarde, nos despedimos de esta hermosa dama y camino a Valledupar, a Jaime se le ocurrió quedarse en San Juan, puesto que recordó que los mejores cuentos de los velorios se tejen en la madrugada; entonces crucé nuevamente hacia San Juan, dejamos a Jaime en la funeraria y Leo y yo nos devolvimos para Valledupar, hablando de poesías y de amores.