Patillal, lugar de regreso para El Cocha Molina
Esperaba ansioso el fin de semana para volver a ese paraje que en un pasado cercano le permitió dar rienda suelta a sus espontaneidades de niño, jugar con sus hermanos, respirar la brisa virgen remitida por los cerros circundantes y espiar de cerca las rutinas de los músicos consagrados que encontraban en Patillal un refugio ideal para fortalecer su cofradía. “Yo era loco por venir”.
Con esas mismas ansias, Gonzalo Arturo Molina Mejía regresó hace poco al pueblo de sus encantos, al nicho de sus remembranzas, de ocasos y auroras de la infancia; contexto que le daría el chance de renovar su afecto con todo y con todos, de abrazar a sus hermanos, reencontrarse con sus amigos, conectarse con los niños y sentirse una vez más en el lugar donde está sembrada la esencia de los suyos, a donde siente que pertenece.
Al cruzar el puentecito que está en la entrada al pueblo, sobre el arroyo La Malena, lanzo un suspiro profundo e improvisado, y quienes con él viajaban vieron con nitidez la nostalgia que se alojó en su alma, pues para él Patillal, más que un lugar, son personas rebosantes de un cariño del cual él es depositario. Entonces asumió un rol de guía, señalando con el dedo y mencionando nombres o citando episodios añejos asociados a esos sitios, ya fuera por haberlos habitado o por haber dejado ahí algún recuerdo indeleble. “Patillal está igualito”, musitaba. Atravesó el pueblo saludando, sonriendo, suspirando hasta llegar a casa de su hermano Edilfe, su casa también, un agradable inmueble cuyo patio trasero se asemeja a una terraza gigante que termina en La Malena.
El arroyo, hoy diezmado a causa de la progresiva y globalizada afectación ambiental, fue testigo otra vez del sonido del acordeón de un ser cuyo núcleo de inspiración, creatividad y aprehensión de saberes está anclado en su corazón. Ahí se dio por enésima vez el milagro, como un proceso de alquimia, como una amalgama formada por el hombre con su instrumento que dio origen a melodías propias, místicas y bucólicas con las que por muchos años ha enriquecido las voces de Ivan Villazón, Diomedes Díaz, Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Fabián Corrales, Carlos Malo, Gloria Estefan y otras que han vivido el privilegio de cantar con él.
Tocó sólo, sin voz ni músicos, teniendo como único acompañamiento melódico el silbido casi imperceptible del viento meciendo las ramas, el susurro sigiloso de las aguas de la Malena al deslizarse entre piedras asimétricas, en un lecho débil, cercado por una vegetación con matas de mafafa, árboles de ‘maíz tostao’ y otras especies que dan cuenta del ecosistema bosque seco tropical; y también el canto de una palomita Turcutú que no cesó su pregón ni siquiera cuando se hizo tarde, nubes grises cubrieron el cerro de La Falda y Estela Mejía, su madre, reconoció en su memoria el presagio milenario de la lluvia.
Un momento épico, acompañado de su madre; su esposa Julieth Peraza, una mujer, compañera de días que encontró con la medida exacta de los requerimientos de su alma; sus hermanos Edilfe, Elsa y Meme (Faltaron Alberto Luis y Luz Estela); por sobrinos y amigos que compartieron un menú íntimo y exquisito: Sancocho de pollo cocinado en leña de brasil, gallina guisado, arroz de fideos, queso biche, plátano maduro asado, aguacate y limonada de panela, para luego dar paso a una tertulia que tuvo como tópico central la vida y obra musical de Gonzalo Arturo, sus odiseas contra la inquebrantable oposición materna, las alcahueterías determinantes de sus amigos, sus aportes al folclor que es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y sus vínculos con Patillal, Tierra de Compositores, morada segura de sus sentimientos.
Ese, querer regresar, ha sido un eterno presente para él, porque lo ubica de nuevo en el entorno donde germinaron las semillas artísticas de sus genes y se nutrió una pasión tan vehemente por su arte, que dominó su voluntad razonable de obedecer el mandato de ser un estudiante ejemplar del Loperena, para -en cambio- volverse un parrandero furtivo, un serenatero diurno que se les escapaba a los libros en las aulas para atender los acordeones en los patios y plazas.
“Yo tenía unos doce años. A mi mamá no le gustaba, pero yo salía a escondidas porque las parrandas eran de día”, relató frente a ella Estela Mejía, quien evocó aquel tiempo: “Él empezó a tocar de cinco años; montaba el acordeón de tres teclados en un baúl de esos extranjeros y yo lo echaba; entonces se iba a tocar a la casa vecina”, porque no estaba de acuerdo que su hijo se dedicara a la música; “busqué más bien estudiara... Hoy me siento muy orgullosa de mi hijo”.
Aquellos fueron tiempos intensos entre madre e hijo, pues ella insistía en alejarlo de la música mientras él encontraba la ocasión para ligarse más a ella, para lo cual contaba con la complicidad de grandes amigos que lo sacaban del colegio para llevárselo a parrandear, acudiendo a todo tipo de estratagemas con tal de obtener la anuencia de los profesores.
“Una vez, Augusto Ariza, Checho Castro e Iván Villazón con Iván Ovalle me fueron a buscar al cuarto de bachillerato en el Loperena, dijeron que mamá estaba muy enferma y el profesor dijo “Vaya, vaya rápido”. Cuando vi fue que me metieron en un Toyota largo que tenían y dijeron: ¡Vamos pa’ Villanueva a concursá!”. Son episodios que hoy les arrancan carcajadas colectivas, ya que siempre se derrumbaba su coartada y Estela terminaba enterándose, como la vez aquella que perdieron la noción del tiempo y El Cocha amaneció en la parranda: “Yo estaba amanecido y mi mamá se presentó con Meme y me dijo: “Oye libre. ¿Te vienes o me bajo yo a tocar el acordeón?”.
A Edilfe le gustaba también la música; lo cual era natural pues su padre Arturo Molina fue un músico consumado, cataba, daba clases de guitarra y era diestro en el arte de interpretar la armónica, incluso las regalaba; no obstante, a sus hijos no les dio ninguna instrucción, tal vez porque anhelaba para ellos una profesión alejada de la representación social de un artista se su época. Entonces Edilfe tocaba a escondidas: “Yo tocada en un cuartico escondido porque a mi mamá no le gustaba; decía que eso de músico no”, recuerda.
Mientras Elsa hacía remembranzas de épocas en las que “esto aquí era un fortín de la gente para venir a parrandear. Patillal es un remanso de paz como dicen, pero antes había más gente que le gustaba venir a parrandear acá”. Entonces todos tomaron voz en la tertulia y fueron tejiendo una mochila de recuerdos, estampada con episodios de Calixto Ochoa, al que calificaron esa tarde como “el músico más inteligente que ha habido, inventó muchos ritmos, y el que más canciones tiene grabadas en todos los ritmos”; Luis Enrique Martínez, que era muy simpático, tocaba mucho, unas melodías impresionantes por la fuerza que le imprimía a sus notas; Freddy Molina, cuando iba de compras a la tienda de Elsa o cuando sufría un desamor y cantaba que “tan solo Cristina sabe mi dolor, sabe que Molina sufre por amor”; Alejo Durán, andando en corredurías por esa, la tierra de Joselina Daza, una mujer que lo indujo a librar una batalla para desarraigar su corazón de ahí, donde por culpa de ella lo había sembrado; Rafael Escalona exaltando el brillo inigualable de las estrellas de su patria Chica; Diomedes Díaz, “a él lo hicieron fue aquí, los patillaleros”, enfatiza El Cocha… Los promotores de esas parrandas, que por lo general se hacían donde Icha Corzo, eran Víctor Julio, Gustavo Molina y Tavo Daza.
Y añoraron los contenidos y melodías espontáneas de aquel tiempo; “eso le quedaba en la mente a la gente para toda la vida; eran estrofas pequeñas; canciones cortas”, y quisieron devolverse a los rituales de amistad que eran las parrandas de esos días: “Todo el mundo ponía, que el ron, que una gallina, que el bastimento… Se presentaban con algo a la parranda y todos eran amigos; la gente tenía una reverencia especial, había respeto y no entraba nadie sin ser invitado; ahora no aguanta, la gente se da por invitada. La magia se perdió”.
Ese día, Edilfe tocó el acordeón otra vez, evocando con sus notas a Freddy Molina, y los dos hermanos acordeoneros hicieron dúo de notas y afecto, teniendo como espectadora principal a Estela Molina, la más grande admiradora que tienen.
Quienes lo conocen bien, aseguran que El Cocha Molina estaba predestinado a ser lo que es, por eso su talento y sus sueños no sucumbieron ante ningún impedimento. No obstante las evadidas de clases, terminó el bachillerato y viajó a ‘la capital’ para convertirse en un administrador de empresas, anhelo que le alegraba el corazón a la Estela. No sabía ella que mientras tanto, las notas del acordeón de su hijo se iban conociendo y consolidando, de modo seguía siendo buscado para acompañar voces y parrandas. Para 1984, cuando Iván Villazón fue a grabar su primer disco teniendo como acordeonero a Fello Gámez, invitó a El Cocha para que grabara tres canciones: ‘Son pesares’, ‘La linda Ballesteros’ y ‘El Ramillete’. “Mamá no supo y yo estaba tranquilo, hasta que vi que me sacaron en una monedita en el disco como invitado especial”. Para ese entonces ya El Cocha había sido rey infantil (1979) y rey aficionado (1982) del Festival de la Leyenda Vallenata. Ya el ser y el quehacer, el hombre y su arte, se habían fusionado y no fue posible concebir para él una vida en la que su acordeón no fuera el asunto preferente de sus alegrías.
La siguiente invitación fue tan contundente que extinguió todas las posibilidades de que el joven terminara su carrera universitaria. Diomedes Díaz, grabando con Colacho Mendoza, lo mandó a buscar para participar en la producción. No fueron necesarias las reflexiones o dudas en torno al futuro del acordeonero, pues las tres canciones que grabó fueron éxito rotundo: ‘Se te nota en la mirada, ‘Felicidad perdida’ y ‘Por amor’. Llegadas las vacaciones, se unió a las presentaciones de tarima de Diomedes y Colacho y lo que siguió fue la unión con El Cacique de La Junta, con quien hizo memorables aportes al folclor de su tierra, cosechó una infinidad de seguidores por el mundo y editó una página excepcional en la historia musical colombiana. “Estaba Diomedes en su plenitud”, afirma.
Consagración de su nombre como acordeonero fue lo que significó ese momento de su vida para Molina Mejía, tributo a la memoria de los grandes que en su niñez vio parrandeando en Patillal y que lo inspiraron a ser y hacer, compromiso y gratitud con toda la gente que lo mira y admira; fidelidad a sus principios, a sus sueños, a su talento. Llegados los años noventa, se coronó rey del Festival de la Leyenda Vallenata y siete años después se consagró como rey de reyes de ese, el más destacado certamen que existe alrededor del arte que él tan magistralmente ejerce.
Es un rey a carta cabal, que atribuye su vigencia y consolidación a tres factores fundamentales: El amor: “Yo soy un enamorado del acordeón. A veces digo que hay gente que no es enamorado del acordeón; tú ves por ejemplo a Alfredo Gutiérrez y les ves las mismas ganas de siempre”; Las ganas: “Tú ves músicos que comenzaron primero que yo, que son relativamente jóvenes, y creo que se han caído por la actitud, otros han mermado no sé qué les ha pasado; es como si se les hubiera olvidado tocar el acordeón”; La actualización: El vallenato tiene que estar enmarcado en sus raíces, haciéndole aportes cada día desde lo personal; en todas las profesiones hay que actualizarse, hay que estudiar”. Y eso es lo que él hace; de diversas formas, como yendo a clases con El Turco Gil en su academia de formación para perfeccionar sus acordes, pese a ya haber muchos éxitos, o escuchando casetes viejos que tiene con las notas de los grandes maestros. “Ahora los pelaos no saben las bases, no saben quién fue Juancho Polo Valencia y cada uno de esos viejos acordeoneros tenía su tumbao, su estilo propio, dime tú un Alejo. Tú los escuchabas de lejos y podías decir ese es fulano”.
Esas inquietudes son el combustible del sueño que musicalmente le falta por cumplir, pues ya grabó con los más destacados cantantes (“sólo me falta Beto Zabaleta”), ganó festivales y a los reyes de esos festivales, obtuvo toda gama de galardones por éxitos, ventas y demás; ya tuvo productores icónicos como Kike Santander, ya su nombre es una historia de la música del mundo. El de hoy es un anhelo altruista, de gratitud: “Quiero hacer una escuela para mantener las bases fundamentales del vallenato”. Su propósito es llevar a como maestros a sapientes acordeoneros para que enseñen a los muchachos a sacar del corazón esas lecciones que no se aprende en las academias, por más dedicación que tenga el instructor, porque cuando de arte se trata hay una parte que viene incorporado en los sentires propios del ser. “Es que eso se aprende es de aquí”, afirma con la mano en el corazón.
Cuando moría la tarde de aquel sábado, Cocha Molina tocó de nuevo su acordeón; esta vez en el Parque de los Compositores, paseándose por entre las monedas gigantes que llevan sus nombres, reverenciando las caras y replicando en susurros los versos de los sellos; les dedicó sus notas y, dejando el corazón pegado a cada sitio, con su acordeón sobre sí, se le vio despedirse nostálgico, mirando el letrero de entrada y salida al pueblo, su lugar preferente, convencido de que todos los seres humanos tienen siempre un ligar al que anhelan volver y el suyo es Patillal.