Memorias de un carnaval que terminó en tragedia
El ingreso de menores de edad a las fiestas nocturnas no estaba bien visto. Mucho menos a las festividades de carnaval que se desarrollaban en La Tuna, donde esa noche de febrero del año 52 se escribió una historia con letras de sangre que dejó una huella con olor a humo en la memoria de los habitantes del municipio de La Paz, en el Cesar.
El pueblo estaba alegre, pensando sólo en divertirse y pasar unas fiestas tranquilas. En La Tuna se llevaría a cabo un jolgorio que todos presagiaban memorable; nadie se lo quería perder. La mayoría de muchachos menores de 18 años se lamentaban de no poder asistir y les tocaba conformarse con irse a dormir temprano. La mayoría lo hizo así, pero hubo uno que asistió a la fiesta de mayores en La Tuna, la última que se realizó en esa caseta.
Argemiro, un asistente a la funesta celebración revivió los hechos vividos esa noche y la odisea que le tocó vivir en los días que sucedieron a aquella noche carnavalera. La fiesta estaba muy animada, la gente se divertía. Entre los asistentes estaban tres miembros de ‘La Chulavita’, nombre despectivo con el que en la época se llamaba a la Policía y que no era más que el resultado de la mezcla de dos palabras: Chulos y Guatavita, localidad de la que venían los agentes.
Los policías estaban trastornados por el tanto trago que habían debido esa noche. De repente, contraviniendo el mandado de edades, se les puso frente a sus ojos un niño, de apellido Oñate, que asistió a la caseta al parecer porque su madre estaba tomándose unos tragos en el lugar. Uno de los agentes, de apellido Chacón, le agarró la oreja al menor y se la retorció con tal fuerza que lo hizo pegar gritos de dolor y salir corriendo a refugiarse con su madre. La madre, ofendida, protestó por la agresión contra su hijo.
En ese justo instante apareció Julio Calderón, propietario de La Tuna, con botellas de cerveza vacías que llevaba de vuelta a la canasta y quiso calmar los ánimos. “Ombe, deje a la señora tranquila, no le pare bolas que ella solo se molestó porque le fregaron a su hijo”. El agente Chacón, que según cuentan reflejaba en su mirada las intenciones de buscar pleito esa noche, le respondió al propietario del sitio ‘con dos piedras en la mano’.
Los tres ‘Chulavitas’ enfocaron al dueño y lo rodearon, dos adelante y uno atrás y comenzaron a gritarle toda clase de improperios y amenazas: “No sabes lo que te espera esta noche”, le decían adornando sus frases con palabras de esas que no está bien visto repetir en público. Eso no le gustó al pueblo. En un segundo, los policías estaban rodeados por un río de personas dispuestas a ir hasta las últimas consecuencias para defender una caseta que consideraban de todos.
Revólveres afuera, los policías vieron en las armas la única opción para librarse de la furia del pueblo; “pero mi papá, que tenía una fuerza descomunal, dejó caer las botellas y le agarró las dos armas una con cada mano y se las levantó, de modo que ellos disparaban pero los tiros caían al techo”, recordó Argemiro.
Unánime, el pueblo le cayó a los tres policías con el fin de acabarlos y así fue. Cinco minutos más tarde dos habían muerto y el tercero agonizaba; más tarde murió también. El pueblo estaba encolerizado.
Se supo que un habitante (anónimo) de La Paz manifestó después que uno de los presentes “le pegó un ‘ladrillazo’ a uno de los policías y yo lo rematé; le enterré un puñal por el pecho y lo traspasé porque él estaba tirado en el suelo y yo sentía que el puñal chocaba con el concreto y no pasaba más”, habría confesado.
Ante la muerte de los agentes, los otros que quedaban en el pueblo pidieron refuerzos a todos los poblados vecinos. “Eso era como el Apocalipsis”, recuerda otro morador. ‘La Chulavita’ incendió el pueblo, comenzando por La Tuna, siguiendo con las casas de bahareque y techo de paja, que encontraban a su paso y disparando a todo lo que se moviera.
Claudio Cotes, un civista empírico y defensor de su comunidad, contó que a la gente le tocó correr a las montañas. “Yo era un niño cuando eso ocurrió. La comunidad salía hacia el monte, a las fincas tratando de eludir los problemas; hubo muchos heridos, entre ellos recuerdo a Nelson ‘Necho’ Calderón, hijo del propietario de La Tuna, a ellos como que los persiguieron, pero supieron ocultarse y se salvaron. También recuerdo que él así herido en una pierna, monte a monte, llegó hasta la finca Palmarito en la salida a Valledupar, de propiedad de Maya Brujés, huyéndole a la persecución de la policía, porque ellos eran perseguidores y persiguieron a los hijos de Julio Calderón, dueño de la Tuna porque ahí era donde habían perecido los policías”.
Cuentan que desde las localidades vecinas se apreciaba el humo que subía de La Paz dando aviso de la desgracia que era escenificada y que hacía contraste con el nombre del pueblo. Viendo la hecatombe, el presbítero Joaquín de Orihuela, llamado cariñosamente ‘El padre Joaco’, se trasladó a Buanavista y solicitó la presencia del Ejército para que fuera a dirimir el problema que estaba causando la Policía. Lo logró. Y, como por arte de magia, cuando las tropas militares estaban ingresando al pueblo, ‘La Chulavita’ se esfumó; desapareció y no se supo más de ella.
“El ejército se acantonó en La Paz durante largo tiempo y las cosas fueron retornando a su normalidad. No volvió a haber más problemas”, dijo Claudio Cotes. Al final, cuando se extinguieron las llamas se pudieron contar más de 30 casas en cenizas y muchas personas huyendo de ‘La Chulavita’.
En uno de sus escritos el finado profesor Calixto Gutiérrez se refirió a la forma cómo la gente, atemorizada por la magnitud de la desgracia, recogía cuanto podía de sus pertenencias y, como si no tuviera intenciones de regresar jamás, salían del pueblo hacia los caseríos vecinos, como La Boca (hoy San José de Oriente), Manaure, San Diego, San Juan del Cesar y también hubo quienes se fueron a refugiar al cerrito de La Paz, que lograron escalar con una gran carga a cuestas; tan pesada, que después no fueron capaces de bajar ellos solos.
Muchos años después de ocurridas estas cosas, el pueblo ha aprendido a reírse de ellas. Entre las anécdotas que quedaron, dicen que la noche del incidente, “un señor de apellido Lobo salió en veloz carrera y al pasar por un alambrado oscuro se sintió sujetado por el cuello de la camisa; con las piernas temblando y voz quebrada exclamó: ¡suélteme, suélteme que yo soy un pobre zapatero y no soy de por aquí! Al ver que nadie le respondía, miró hacia atrás y se encontró con que la camisa se le había enredado en un alambre de púa”.
Pasada la tormenta, el pueblo emprendió la tarea de reconstrucción de sus casas, pero La Tuna se cerró para siempre.
Los carnavales perdieron su encanto y se siguieron celebrando conatos en los salones de carnaval con otros nombres como ‘la Caseta Central’ y ‘el Limoncito’; “así se denominaron, hasta que el carnaval se descompuso y lo prohibieron. “Ya la comunidad no se comportaba de manera agradable como lo hacía anteriormente, vinieron los desórdenes y todo se acabó. Ya no se goza como se gozaba antes. Ahora aquí el carnaval lo hacen en las calles, un poco de carros, caballos y burros, como no se hace en otras partes; es que el carnaval se hace a pie, no montado en burros ni caballos; solo se utilizan las carrozas para las reinas, el resto es a pie. Ya eso no se ve aquí en La Paz”, se duele un pacífico.
Juan Carlos Olivella, ex alcalde municipal y depositario de la memoria oral del pueblo, reflexionó y dijo que “pensando bien las cosas, me parece que la quema fue más bien favorable porque el pueblo fue arreglando sus casas, ya no eran de bahareque sino de materiales” y agrega: “La Tuna desapareció, se consideró un sitio maldito porque antiguamente la muerte era considerada algo que iba en contra de la sociedad civil. Entonces se miraba a los criminales con cierto desdén”.
Según los testimonios de habitantes de La paz, la quema y otros episodios ocurridos en ese municipio tuvieron tintes políticos y fueron la evidencia de la desesperada forma como los conservadores o ‘godos’ querían exterminar a los liberales.
Según Argemiro, ‘La Tuna’ fue como el ‘Florero de Llorente’ que desató la persecución de los ‘godos’. “Siendo Beltrán Orozco alcalde, un visitador conservador, venido de Santa Marta, fue a verlo; yo estaba en la Alcaldía haciendo una diligencia; el visitador pensó que yo era conservador y le dijo al Alcalde que con lo del problema de La Tuna tenían que haber sentado un precedente, que había una cantidad de gente que no tenía por qué estar viva, entre ellos mi papá. La idea era exterminar a los liberales”.
Han pasado 64 años. De aquel niño al que el ‘Chulavita’ agredió en La Tuna, se supo que estaba radicado en Venezuela; algunos de los participantes de la gresca ya fallecieron, pero hay otros que aún están y que se enorgullecen de no haber dejado que el enemigo se saliera con la suya y con los recuerdos de aquella quema tan frescos en su memoria, como el olor a humo que aquella noche de febrero amenazaba con asfixiarlos.